Por Jorge Repiso
Por primera vez, un gobierno las condecora y da lugar a un postergado reconocimiento. Actuaron en la guerra, se arriesgaron, sufrieron, miraron a la muerte cara a cara y regresaron plenas de desazón. Después, el olvido. Veintitrés las rescata en esta producción, a 31 años.
Las tropas argentinas desembarcaron en las Islas Malvinas el 2 de abril de 1982 y encendieron el furor patriótico que duró dos meses. Los medios gráficos y televisivos entregaban a toda hora las imágenes de una victoria anticipada, soldados con sus dedos en “v” desde las trincheras y altos oficiales que pronunciaban arengas triunfalistas. Un optimismo que, contagiado a la población civil, se vio convertido en interminables hileras de voluntarios dispuestos a colaborar en lo que fuera. También se abrió paso la solidaridad. Señoras de avanzada edad que tejían mantas en todas las plazas, gente que asistía a un maratónico programa de televisión para donar sus tesoros personales. Entre tanta grandeza y desprendimiento hubo quienes no tuvieron prensa. Fue el gesto de una decena de mujeres dispuestas a ir al frente, de ser necesario. Viajaron, corrieron el mismo peligro que los combatientes y retornaron al continente en silencio para continuar con sus vidas. De ellas no se supo nada, pero finalmente, y a 31 años de la guerra, fueron reconocidas por un gobierno nacional el pasado 14 de marzo. Ese día, el Ministerio de Defensa les entregó la resolución junto con un diploma, honor al que en calidad de ex combatiente femenina había accedido Juana Azurduy. En la nómina figuran los nombres de Susana Mazza, Silvia Barrera, María Marta Lemme, María Cecilia Ricchieri, María Angélica Sendes, Mariana Soneira, Marta Giménez, Graciela Gerónimo, Doris West, Olga Cáceres, Marcia Marchesotti, María Liliana Colino, Maureen Dolan, Silvia Storey, Cristina Cormack y Norma Navarro.
Instrumentistas y enfermeras del Ejército viajaron al sur del país entre fines de mayo y principios de junio. Como no había ropa de combate para mujeres, tuvieron que conformarse con talles grandes. Subieron a un avión de línea y al llegar a Río Gallegos nadie las esperaba. Habían dejado atrás un Buenos Aires convulsionado entre la batalla y el Mundial de Fútbol que la selección disputaría en España. El panorama cambió al pisar el sur, donde percibieron un paisaje militarizado y de ventanas cerradas por los ejercicios de oscurecimiento. Primero pasaron por un galpón, para sorpresa de las tropas. Un rato después treparon a un helicóptero que las condujo a un embarcadero donde abordarían el buque Almirante Irízar. Los tripulantes improvisaron camarotes especiales y las instruyeron sobre el uso de las balsas. Una protagonista de esos días aseguró que entre los marinos existía un recelo hacia ellas, creían que las mujeres serían un mal presagio. En medio de ese ambiente navegaron hacia las islas, donde debían desembarcar para ocupar el hospital de Puerto Argentino. Silvia Barrera, próxima a cumplir entonces 23 años, formaba parte de ese grupo. “Trabajaba desde hacía un año en el Hospital Militar de Buenos Aires, donde veinte chicas nos ofrecimos como voluntarias desde un primer momento. En mayo, y poco después del primer ataque inglés, preparamos los insumos para la emergencia. Seguíamos en Capital mientras la situación en las islas se agravaba. Un día nos comunicaron que partiríamos hacia el sur, y sólo quedamos cinco. Yo era joven, mis preocupaciones pasaban por pintarme, ir a bailar y cumplir con mi trabajo, pero por esa decisión de viajar terminé mi relación con mi novio de entonces”.
–¿Se ofreció aun conociendo los riesgos?
–Mi papá era militar retirado, y en ese ámbito era natural. Soy de una generación que tiene incorporado en la cabeza que las Malvinas son argentinas, un patriotismo más afianzado que el de la juventud actual. Cuando se tiene un sueño y ese momento llega hay que participar. Yo soy instrumentista civil y entonces no había personal femenino en las Fuerzas Armadas, era un acontecimiento histórico y no quería quedar afuera.
Barrera se quedó a bordo del buque como todos los demás, a sólo 500 metros de la costa malvinense. El cuadro de situación había empeorado, y la orden fue terminante: había que quedarse en el puesto porque al haber tropas en retirada, serían más útiles arriba que en tierra. Desde la cubierta, vivió los combates aéreos sobre su cabeza y el fuego cruzado de tierra, porque el barco estaba fondeado en una bahía. Los proyectiles trazaban el cielo como fuegos artificiales y una de esas noches, Barrera tomó un visor nocturno. Y también tomó conciencia. “Lo asimilamos porque fuimos conscientes de que teníamos que trabajar, preparar las salas y el instrumental. Con los años me encontré con artilleros que me dijeron que tenían miedo de tirar por estar el buque entre medio de ellos y de los ingleses; y además, porque sabían de las mujeres a bordo”. El Irízar albergó a casi un millar de heridos de todo tipo. Tras los combates fuertes, muchos de ellos provenían directamente del campo de batalla para evitar toda demora. Las instrumentistas hacían su trabajo y también, de camilleras y enfermeras. Silvia Barrera asistió a diez heridos graves en el quirófano y un soldado murió por contusiones en el cerebro. La tarea era doblemente difícil porque el Irízar rolaba hasta los 45 grados por efecto de las olas, y en esas condiciones debían operar con precisión. “Cuando operábamos, apenas escuchábamos lo que pasaba afuera. Una noche, los ingleses pasaban con lanchas ligeras parapetándose en el buque, y fueron descubiertos. Se encendieron todas las luces, comenzó el tiroteo y no hicieron pie en tierra.”
–¿Cómo era el ambiente a bordo?
–De mucha actividad. En todos esos días en los que estuve a bordo no dormí, y eso les ocurrió, en general, a todas las chicas. No recuerdo cómo aguantábamos, pero nunca fui al camarote más que para bañarme. Hoy me cuesta todavía, duermo tres o cuatro horas por día. Hice cursos de estrés postraumático y jamás soñé con aquello. También me quedaron problemas en la cintura, posturales, por la tensión y el alerta.
La vuelta de Barrera no fue fácil: “Primero la rendición, que fue un momento tremendo. Llorábamos por la sorpresa, creíamos que íbamos a continuar peleando. Después llegar acá y ver que nadie le daba importancia a nada: nos habían escondido y hasta en el hospital ni sabían que habíamos viajado. Cuando nos reincorporamos éramos las profesionales más rápidas del quirófano, y eso significó un peligro para las demás colegas, así que nos fueron buscando para sacarnos del medio. Con el tiempo, pasé a ceremonial y protocolo, donde hoy soy feliz. Yo creo que es muy del argentino desconocer la experiencia y no aprender de los golpes. Durante los primeros diez años ni hablamos del tema Malvinas”.
La flota de la Marina Mercante dio su apoyo en el teatro de operaciones del Atlántico Sur. Seis mujeres colaboraron en las acciones de guerra, pero sólo una aceptó dar su testimonio. A Mariana Soneira la guerra la encontró embarcada en el buque Bahía San Blas. “Estuve a bordo desde enero y hasta agosto de 1982 como radiotelegrafista. Creo que no me daba cuenta de la gravedad de la situación hasta muy avanzado el conflicto”, explica desde Ushuaia, donde hoy vive. Soneira tenía tan sólo 19 años y estaba a punto de recibirse. “Hoy sigo sosteniendo que el reclamo argentino es justo, pero la recuperación debe ser por la vía diplomática, que es siempre un camino mejor que el de la guerra”.
Liliana Colino es la única mujer de la Fuerza Aérea que pisó suelo malvinense. Tenía 26 años, se había recibido de enfermera y de veterinaria, y obtuvo el grado de cabo principal. Siendo encargada de la división enfermería, fue tentada por un superior, y como vivía para su trabajo, dijo que sí. Contaba en su haber con cientos de horas de vuelo en aviones sanitarios y de terapia intensiva. “El director del Hospital Aeronáutico me preguntó y yo respondí encantada, a tal punto que tenía armados los botiquines de emergencia. Al otro día viajé a Chubut desde Buenos Aires, y fue el único vuelo tranquilo que abordé”. La misión de Colino era la de salvataje y enfermería a bordo de los cargueros Hércules, que volaban bajo y a oscuras. El viento y las olas del Mar Argentino sacudían el fuselaje a la ida, colmado de pertrechos y contenedores, y a la vuelta con heridos a bordo. Cuando tocaba la pista de Malvinas no podía detenerse porque, por su peso, costaba hacerlo rodar en una situación de escape. Abría la compuerta trasera y rodando iba dejando la carga. Muchas veces, las ambulancias subían la rampa en movimiento para descargar a los combatientes adentro del avión. Durante uno de los viajes, el capitán decidió despegar debido a un alerta, y Colino casi quedó en tierra. Dos compañeros hicieron una cadena humana y lograron subirla de regreso. La vuelta, a veces con la escolta de naves enemigas, se realizaba en silencio para no ser detectados. “Hubo un alerta roja en Comodoro, estábamos embarcando en la pista y yo, flaquita con un botiquín enorme, tuve que salir corriendo al refugio”.
–¿Qué fue lo más bravo que vio?
–Estaba acostumbrada a ver cosas feas en el hospital. Antes de Malvinas hubo un accidente con un avión que venía de Bolivia y se quemaron seis tripulantes, y fue terrible. Por todo lo demás uno se acostumbra, el personal herido en la guerra viajaba sin quejarse, con las piernas rotas, pidiendo ser curados para volver a pelear. De noche en Malvinas y mientras cargábamos, se veían luces blancas y rojas que pasaban y desparecían de repente, y se escuchaban bombazos. Los cuerpos de los heridos iban acostados en el piso porque el movimiento continuo no nos dejaba acomodarlos en camillas.
–¿Me puede contar cómo fue la vuelta?
–Nos trajeron el último día de mayo a Buenos Aires y de ahí, a Córdoba para el curso de alférez, donde nos enteramos de la rendición; no podíamos entender. En 1986 y después de pedir infructuosamente mi ascenso a teniente durante cuatro años, pedí la baja.
–Hasta hace poco se ignoraba sobre la participación de mujeres en el conflicto. ¿Qué cree que pasó?
–Me parece que las mujeres no hicimos la suficiente fuerza para hacernos ver y, en mi caso, conocí a las demás veteranas el día que nos reconocieron. Ese día me sentí bien nada más que por haber ido. Mis hijos están orgullosos de mi participación y preguntan todo el tiempo.
Norma Etel Navarro es muy reservada. Se embarcó junto con Silvia Barrera en el Irízar y a más de treinta años de los hechos se está animando a hablar del asunto. “Durante años hablé poco y nada. El año pasado me permití participar más porque el tema Malvinas me interesa mucho para que se sepa que hubo una guerra y que hay que darle la importancia que tiene, es vital. Me daba dolor recordar, me hacía daño hablar”.
–¿Qué la llevó a ofrecerse como voluntaria?
–Por el hecho de trabajar en un hospital militar vivía las cosas de manera diferente. Se venía gestando en mí el hecho de ir, mi país estaba en guerra y no podía quedarme quieta ante eso. Lo único que no quería era sufrir alguna amputación.
Como a todas, la rendición y el regreso le parecieron horribles, algo muy negativo. “Recuerdo que hicimos una escala y vi por la televisión los disturbios en Buenos Aires, y me cayó mal. Después y con el tiempo, tuve mi propia etapa de ‘desmalvinización’. Me alejé de todo porque me causaba mucho dolor, lloraba. No vi morir a nadie pero las muertes igual me marcaron. Me acuerdo de los soldados heridos, sucios de turba, esas miradas no me las olvido más, miradas de dolor que no puedo explicar bien. No me olvido más de la noche del 13 de junio. Salí a cubierta y era como ver en una pantalla lo que ocurría, sentí que había gente muriendo en medio de esos bombardeos, la artillería propia y enemiga, las islas iluminadas. Quisiera volver a Malvinas para cerrar las heridas que tengo”.
Tras su regreso, Silvia Barrera conoció a su actual esposo y tuvo cuatro hijos, todos toman de manera diferente el tema. “Yo digo que la desmalvinización se nota en ellos. Casi nadie sabe que hubo mujeres en Malvinas. De todas maneras, el reconocimiento es justo y debe existir, es un paso adelante”. Desde que volvió de las islas, Barrera tuvo un solo episodio traumático. Fue durante un show de Roger Waters, cuando acompañó a su hija. “Me dejó helada el momento en que lanzan el avión, el sonido del motor, las bombas”. Como Navarro, Barrera volvería hoy mismo, a pesar de la oposición de uno de sus hijos. Para Liliana Colino, el reclamo por la soberanía es una bandera que no debe abandonarse, y tiene una crítica para hacer. “Estuve en las islas, vi esa tierra, y sentí el intenso frío y la humedad, y no sé cuántos argentinos se animarían a vivir allá. Si las recuperáramos, creo que muy pocos se mudarían”.
Viernes, 29 de marzo de 2013