Fueron las palabras del jueves santo, por el arzobispo de Corrientes, monseñor Andrés Stanovnik, durante la celebración de la cena del señor, con lavatorio de pies e institución de la eucaristía realizada en la Iglesia Catedral Nuestra señora del Rosario.
TEXTO DE LA HOMILIA
Con esta Misa la Iglesia comienza a celebrar el sagrado Triduo Pascual, conmemorando aquella última cena del Señor Jesús con sus discípulos. Con esta celebración recordamos también la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio. Veamos cómo nos introduce la Palabra de Dios a esta celebración y, al mismo tiempo, dejemos que ella nos ayude a vivirla más intensamente.
San Pablo, en la primera carta a los Corintios, nos relata lo que él recibió del Señor y a su vez nos transmitió: que el Señor, la noche que fue entregado tomó pan y dijo esto es mi cuerpo que será entregado por ustedes; y lo mismo hizo con la copa y dijo esta es mi sangre que será derramada por todos; y al final añadió: hagan esto en memoria mía. Este relato lo hacen también los tres evangelistas: Mateo, Marcos y Lucas. En cambio Juan, lo omite y en su lugar describe el lavatorio de los pies. Los cuatro evangelistas juntos ofrecen un cuadro impactante de la grandeza de Jesús unida a su conmovedora humildad, su extraordinaria libertad y su amor llevado hasta el extremo.
Acerquémonos al relato del lavatorio. Acabamos de realizar, en forma simbólica, el gesto de lavar los pies a doce personas, recordando lo que Jesús hizo durante la última cena. Ahora mirémoslo a él cumpliendo con ese gesto, pero contemplemos la escena desde la cruz de Jesús. Desde esa perspectiva nos damos cuenta que para Jesús lavar los pies y dar la vida por amor a nosotros, van juntos. Miremos ahora cómo se desarrolló la escena del lavatorio de los pies. Jesús está sentado a la mesa con sus discípulos.
Observemos cómo Jesús se levanta de la mesa; él mismo se quita el manto y se ata una toalla a la cintura. No recurre a un sirviente, sino él mismo toma una jarra y echa agua en un recipiente. En seguida se pone a lavar los pies a sus discípulos y a secárselos con la toalla que tenía ceñida a la cintura. Una vez que terminó de secarle los pies al último de sus discípulos, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que hice con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor; y tienen razón, porque lo soy. Si yo que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13, 12-15).
Un gesto de grandeza se distingue por el sacrificio de uno mismo en bien de los otros. La verdadera grandeza lleva consigo dos notas que son esenciales: humildad y heroísmo. Una decisión que comprometa la vida entera de una persona y que, además, esta persona persevere en ella hasta el final, es una decisión heroica. Para una decisión así se necesita mucha humildad.
Por ejemplo, la decisión insobornable de servir al bien común, de vivir en la verdad a toda costa, de trabajar por la justicia y ser siempre imparcial y ecuánime; de ser fiel en el matrimonio y responsable en el trabajo, son decisiones verdaderamente heroicas. Tomar ese tipo de decisiones y perseverar en ellas son conductas que configuran los gestos de grandeza, que tanto necesitamos hoy para construir una convivencia humana en paz y prosperidad para todos. En realidad, cuando nos ponemos a pensar, sentimos una honda nostalgia de estas cosas, porque nos damos cuenta que son profundamente humanas y que nos hacen tanta falta.
Sin embargo, con mucha facilidad preferimos una vida entretenida, buscando ser felices a corto plazo y a cualquier precio, lo que a la larga nos sumerge en angustias y desolación. Las adicciones, de cualquier signo que fueren, son la triste contracara de la vocación a la felicidad para la que fuimos creados. Es urgente que nos pongamos a “descacharrizar” todo lo que nos amenaza e impide ser personas, sobre todo, la soberbia, la ambición y la mentira, con sus variadas y sombrías derivaciones.
El gesto que hizo Jesús de lavar los pies a sus discípulos adquiere toda su grandeza a la luz de su pasión, muerte y resurrección. Bajo esa luz nos damos cuenta que se trata de una grandeza a la inversa y no como la entienden los grandes y poderosos. Es una grandeza que se comprende cuando se la mira desde abajo hacia arriba. Es la grandeza propia de Dios y, por herencia, la única digna para el hombre.
Al contemplarla, sentimos que por allí pasa el camino de la verdadera libertad. Entonces, contemplando a Cristo, comprendemos que la grandeza y la humildad se entrelazan y que el verdadero camino de la vida es obedecer su mandato de servir al prójimo. Dios nos creó para ser felices, pero no para una felicidad a medias, sino total. Por ello, la entrega libre y total de la propia vida a Dios y a los demás da sentido y plenitud a nuestra existencia.
San Pablo fue un enamorado de Jesucristo y éste crucificado (cf. 1Cor 2, 2), por eso lo vivió y predicó como la vida y la esperanza de la humanidad, no sólo para la vida presente, sino también para la futura. A Timoteo lo saluda en Cristo Jesús, nuestra esperanza (cf. Tim 1, 1). A los cristianos de Tesalónica los felicita por la forma en la que viven su fe con obras, su amor con fatigas y su esperanza en Cristo, con una firme constancia (cf. 1Tes 1, 3); a los Romanos les desea que el Dios de la esperanza los llene de alegría y paz en la fe (cf. Rom 15, 13).
Cristo es también nuestra esperanza. Como discípulos suyos queremos ser misioneros incansables de esa esperanza y, al mismo tiempo, obreros dispuestos a servir a los demás siguiendo el ejemplo del Maestro, que lavó los pies a sus discípulos. A la luz de este gesto y del misterio de la cruz, estamos convencidos de que nuestra entrega culmina con Cristo en la Pascua.
Hoy, al concluir esta celebración, vamos a trasladar el Santísimo Sacramento para la adoración. Adorar significa literalmente quedarse con la boca abierta, sorprendido ante el impresionante misterio de Dios, cuerpo entregado y sangre derramada por amor a nosotros. Allí contemplamos la grandeza y la humildad de Dios. Allí encontramos nuestra vocación y misión.
Que María de Itatí esté con nosotros y nos sostenga con su amor de Madre, mientras escuchamos en nuestro corazón las palabras de su Hijo: “Si yo que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13, 14-15).
Viernes, 10 de abril de 2009