Por Martín Caparrós
Estamos hechos mierda. Despacito, por si no quedó claro: estamos hechos mierda. Nosotros, la Argentina, realmente hechos mierda.
(Una reflexión del escritor que tiene que hacernos pensar, porque esto pasa frente a nuestras narices, y simplemente pasa, el hecho ocurrió hace dos días, hoy ya no se habla. www.surcorrentino.com.ar)
Estamos hechos mierda. Voy a decirlo despacito, por si no quedó claro: estamos hechos mierda. Ahora voy a repetirlo, por si acaso, en latín con acento francés: estamos hechos mierda. Nosotros, la Argentina, realmente hechos mierda. Y desafío a cualquiera que no esté de acuerdo a mirar en internet –si no lo vio en la tele– el video de ese alumno secundario que acosa a su maestra.
La escena es aterradora. Quiero decir: aterradora. La imagen no es muy buena –pixelada, borrosa–, pero se ve a una señora de mediana edad, anteojos, pelo lacio, que habla, con un libro en la mano, de historia argentina: Rosas, Lavalle, la muerte de Dorrego. Y se ve a un muchacho –que, después sabremos, tiene 15 años– grandote, con una especie de delantal blanco y una gorra de béisbol al revés, que la maltrata.
El muchacho le agarra la cabeza, la despeina, le tapa la cara con un paraguas naranja, le baila delante, le echa polvo de tiza, la agarra de los hombros y los brazos, la zarandea, la sacude; la mujer mientras tanto sigue hablando, diciendo su lección, haciendo como si no pasara nada: simulando que enseña.
La escena es aterradora, y es difícil mirarla sin pensar lo más pavo: que ese pibe es un cobarde que se aprovecha de una persona indefensa, que dan ganas de sentarlo de un trompazo.
–¿Cómo indefensa? ¿No es la profesora?
–Sí, es la profesora, y se la ve perfectamente indefensa.
Después sabremos que, al final, como el video se vio mucho, expulsaron al muchacho y a otro compañero de la Escuela de Comercio N° 19 Juan Montalvo, en Caballito. A esta altura el dato es casi irrelevante: lo tremendo, en esa situación, es todo lo que el alumno hizo antes que la maestra agotara su paciencia y dejara de decir su lección de historia argentina, o sea: todo lo que esa mujer estaba dispuesta a soportar sin reaccionar, todo lo que debe ser corriente soportar en ese ámbito. Lo tremendo es esa breve percepción de lo que, en general, pasa a puertas cerradas.
Nunca me consideré un moralista ni un defensor de las instituciones. Estoy, más bien, en contra. Por eso creo que es una pena, pero que hay relaciones que no funcionan sin cierto ejercicio de poder. La enseñanza es una de ellas: alguien –el alumno– cree que hay alguien –el maestro– que sabe más que él, que eso que sabe le interesa y que, por lo tanto, va a respetarlo y escucharlo.
Ése sería la forma de consenso: así se relacionaban, supongamos, Platón y Sócrates, Agustín y Ambrosio, los alumnos de la cuarta división de cuarto año –promoción ’74– y nuestro profesor Raúl Aragón. Cuando el consenso no funciona –casi siempre–, aparece la institución, que impone esta relación de poder definiendo un papel para el alumno y otro para el profesor.
Aquí, en esta escena, está claro que no hay consenso ni hay institución. Por un lado, parece obvio que esa escuela no produce esas relaciones. Por otro, se ve que ese muchacho no tiene el menor interés en lo que está sucediendo, que nadie ni nada consiguió convencerlo de que aprender o al menos escuchar lo que le dicen pueda servirle para nada. Que está ahí sólo porque lo obligan. Y que la maestra no tiene forma de cortar una situación que hace mucho que se volvió humillante.
Insisto: estoy, en principio, contra cualquier ejercicio de autoridad. Pero entiendo la diferencia entre la autoridad que proviene de un acuerdo o del funcionamiento de una institución, y la que aparece cuando nada de eso funciona. Entonces lo único que queda es la histeria y el autoritarismo: ese muchacho es un monstruo, sanciónenlo, échenlo, tírenlo a los perros. Es cierto que, viéndolo, dan ganas. Pero no sirve para nada. Y, sobre todo, se estaría castigando a la víctima, no al culpable.
Culpables somos todos, en grados diferentes. Últimamente resulta de buen tono adjudicarse culpas de lo que pasa en la Argentina. Y es cierto que todos las tenemos, pero no es lo mismo la culpa del que se hizo el boludo que la del que se opuso a muchas cosas, la del que nunca pudo influir que la del que gobierna, gobernó, tiene poderes. La culpa para todos es una forma seudoastuta de culpa para nadie.
Pero en este caso la culpa general, con sus grados y sus diferencias, consiste en que todos seguimos jugando a nuestro deporte favorito: la Artruchina. Jugamos a la Artruchina todo el tiempo, aunque a veces simulemos que hacemos otras cosas. Porque la Artruchina consiste, precisamente, en simular: en seguir simulando que somos un país.
En ese país hay un simulacro de Estado que recauda lo que puede –con los especuladores financieros, por ejemplo, no puede– para poder sostener sus simulacros de educación, simulacros de salud, simulacros de justicia, simulacros de participación política. Y todos jugamos, nos hacemos los osos –en el fútbol, la gambeta es básica; en la Artruchina, nada es tan necesario como saber hacerse el pelotudo– y así vamos, hasta que de pronto, por errores, quedamos frente a un fragmento de realidad como este video, que nos muestra lo que hay detrás de esas fachadas con una bandera, un escudo y un cartel que dice escuela.
Entonces lo miramos, nos indignamos, lo olvidamos –en el fútbol, la pegada es básica; en la Artruchina, nada es tan necesario como olvidar en pocas horas– y seguimos viaje: seguimos simulando que somos un país, que hay un Estado, que tenemos escuelas, hospitales, justicia, esas pavadas.
A eso jugamos, y se diría que nos divertimos: Artruchina se la banca. Es una posibilidad. La otra sería pensar que no podemos seguir jugando a este juego pedorro, y ver qué hacemos. Aunque puede ser un poco complicado. Quizá nos resulte más fácil seguir yéndonos a la mierda en bote. Total, el viaje es largo y ya tenemos la nariz tapada.
Viernes, 4 de julio de 2008