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Religiosas
Monseñor Castagna: El pecado ha petrificado el corazón del hombre
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Domingo, 12 de abril de 2009

Como cada año, el Arzobispo Emérito Monseñor Domingo Salvador Castagna emitió su mensaje a los fieles católicos de la provincia en virtud del Domingo de Pascua. Lea mensaje complet

Mensaje Arzobispo Emérito Monseñor Domingo Salvador Castagna

1.- Cristo es la locura del amor de Dios al hombre. Amor inalterable frente a la insensatez humana del pecado. Dios no deja de amarnos. Odiará al pecado pero no al pecador. Por liberarlo del pecado decidirá la Encarnación del Verbo. En Él Dios se hace Hombre asumiendo una naturaleza que la irresponsabilidad del primer hombre puso en condiciones más que lamentables. Es una naturaleza humanamente irreparable, es un verdadero estado de muerte. Por amor al hombre Dios se hace Hombre y repara lo irreparable. El modo de esa misteriosa Encarnación requiere, por parte de Dios, un impresionante gesto de humillación o - en la terminología paulina - de inexplicable “anonadamiento”. Es oportuno leer la carta de Pablo a los filipenses 2, 6-8: “Él, que era de condición divina, no consideró esta unidad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz”.

2.- Dios habla al corazón. El motivador de ese gesto de humillación es el amor. No entenderemos, de otra manera, que Dios se haga Hombre, que se mezcle con los pecadores, que acepte padecer la injusticia que el pecado genera, que no haya otro modo de redención que la humillante muerte en Cruz y que hasta su real condición humana haya perdido su forma, según la profética expresión de Isaías (52, 13-15): “muchos quedaron horrorizados a causa de él, porque estaba tan desfigurado que su aspecto no era el de un hombre y su apariencia no era más la de un ser humano”. Sin duda, Dios habla al corazón del hombre. Por ello el salmista suplica a Dios que cambie su corazón de piedra por un corazón de carne. El pecado ha petrificado el corazón del hombre, hecho originariamente bueno por Dios. Esa misteriosa concentración del hombre (su corazón), capaz de obtener el conocimiento del amor de Dios hacia él, fue horriblemente endurecida por el pecado, hasta el extremo de no reconocer lo amable inmediato que perciben los sentidos: la ternura de una madre, la pureza embellecedora de un rostro joven, la mirada triste de un niño desamparado etc. Mientras la Redención no actúe en ese corazón persistirá el pecado en sus innumerables formas. La gracia de Dios Salvador actúa produciendo una profunda transformación. Requiere, para ello, el tiempo de un proceso difícil y posible de conversión. Será imposible iniciar ese cambio sin la experiencia de un encuentro con Cristo - Dios hecho Hombre por amor - en el misterio conmovedor de la Pasión y Muerte. El corazón de piedra - por causa del pecado - en lo que aún conserva de humano, será convertido en corazón de carne gracias al espectáculo conmovedor de un Dios que lo ama hasta ese extremo.

3.-Cruz y Eucaristía. Las celebraciones de esta Semana Santa constituyen la presentación de ese impresionante espectáculo. El sangriento acontecimiento, su desembocadura en la Resurrección y su actualización sacramental mediante la Eucaristía, instituida el Jueves, ofrecen a las personas bien predispuestas un claro acceso al Misterio de la Pascua. Es preciso, para ello, crear un clima espiritual adecuado mediante la escucha humilde de la Palabra de Dios y la oración. La Iglesia se esfuerza en lograrlo durante estos días. Nuestra cultura popular ha incorporado esta Semana como tiempo de especial recogimiento. Es inocultable para la mayoría de nuestro pueblo, lo aproveche o no, la sacralidad de este espacio calendario. Es misión de los cristianos, como auténticos testigos, ofrecer la propia experiencia en cada momento de la celebración para que la sociedad advierta la fuerza y gravitación del Misterio celebrado. El gesto amoroso de Dios, en el Misterio de la Encarnación, es entendido gracias al testimonio de quienes están respondiendo con amor a tanto amor. Desde Pentecostés el mundo recibirá la Buena Nueva por el ministerio y el testimonio de la Iglesia. Ello significa que el único acceso al conocimiento del Misterio de Cristo (su Pascua) y a formular una respuesta de amor - a Quién así manifiesta al hombre su conmovedor amor - es “la palabra de los Apóstoles y la fracción del Pan”.

4.- Los amó hasta el fin. La escucha de la Palabra y la celebración de la Eucaristía hacen posible ese inefable intercambio. El sacramento es el velo que oculta y manifiesta la realidad divina. Quienes lo celebran se relacionan con el Misterio anunciado y celebrado. Se anuncia el impresionante amor de Dios por cada uno de nosotros y allí el corazón endurecido por el pecado es recuperado con su original sensibilidad. Es una gracia de ablandamiento o, mejor aún, de cambio de la piedra en carne. La sensibilidad creciente ante el misterio de la Cruz es signo inequívoco de que el pecado está siendo vencido. El sentido de la Cruz (y de la Pasión) de San Pablo, y de los santos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz, testimonia la relación existente entre la Encarnación, la Muerte dolorosa del Hijo de Dios y la conversión como acceso a la santidad. La Cruz siempre es fuente de contemplación y, de esa manera, los cristianos confluyen en el peculiar realismo de la presencia de Cristo en la Eucaristía. El Jueves Santo tiene así una trascendencia inigualable. Allí, antes de consumarse, la Pasión es prolongada como gesto supremo de amor: “Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13, 1). En lo sucesivo, junto al anuncio evangélico de la Pascua (Muerte y Resurrección), quienes celebren la Eucaristía se pondrán en comunión íntima con el Misterio anunciado. Hoy la Iglesia tiene el privilegio y el mandato de hacer presente (o re-presentar) el conmovedor acto de amor de Dios al hombre, a cada uno de todos los hombres, desde el primero al último de la historia.

5.- Contemplarlo hasta enternecerse. Vamos a adorar a Jesús Sacramentado. “Nuestro amor está sacramentado” y se deja escudriñar por nuestra ansiosa mirada de fe. Es bueno contemplarlo hasta enternecernos. Está allí porque nos ama y “nos ha amado hasta el fin”, es decir, hasta el extremo impensable de la Cruz allí representado y actualizado. Es conveniente hacer el esfuerzo de permanecer en profundo silencio; que no nos hable nadie, ni nuestros pensamientos; sólo está Él, amándonos hasta morir en la Cruz, hasta venir siempre de nuevo y quedarse allí, silencioso y humilde, olvidado y paciente. ¿Por qué esta consideración? Dará pie a una respuesta incondicional de parte nuestra. ¿Quién se atreverá a pasar indiferente? ¿O insultante como aquellos espectadores impíos del primer Viernes Santo? Es el momento de ofrecérselo todo, sin guardar mezquinamente nada. Es el momento de retomar el camino de su humildad, de su mansedumbre, de su obediencia al Padre, de su misericordia y de su capacidad de perdonar. Es el momento de ser felices porque está Él, no nosotros, en el centro de nuestras atenciones y cuidados. Él nos enseña a amar despojándonos de “nuestra vida” para vivir la suya, la que nos ofrece desde su increíble anonadamiento.

6.- Amar a Dios desde ahora y eternamente. La humildad - lo aprendemos de Él - es el sendero directo a la santidad. Él ingresa a nuestra vida como un mendigo de nuestro amor, siendo nosotros los que necesitamos de su amor. Fríos, de piedra, debemos recuperar la auténtica humanidad, la suya que tomó de nosotros en María, pasada por la cruz y glorificada. Nos muestra sus llagas, su piel y músculos destrozados, para que nos compadezcamos de su extremo amor por nosotros y decidamos volver por el camino de su misericordia a los brazos del Padre “suyo y nuestro”. Es preciso amarlo; para vivir eternamente necesitamos amar a Dios desde ahora “con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con todo el espíritu”. Es preciso que la vida y la muerte nos sorprendan así, amándolo sin pausa. Pero amarlo significa sintonizar constantemente nuestra voluntad con la suya: “el que me ama cumple mis mandamientos”. Observando la difícil oración de Jesús en Getsemaní advertimos que la voluntad de Dios nunca coincide con la nuestra, hasta que la nuestra no sintonice exactamente con la suya. Su voluntad está inspirada en el amor y en nuestro bien supremo, en cambio la nuestra responde al pecado. Como Jesús debemos aceptar la muerte a la situación que el egoísmo mantiene aún en nuestro interior. Jesús aceptando la muerte vence el pecado y la Resurrección lo constituye en causa de la Vida nueva, sin pecado: “De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen…”. (Hebreos 5, 9)

7.- Desde la fe responder a su amor. Nuestro corazón mantiene su dureza, pero, la fe nos obsequia un corazón de carne, capaz de comprender la Pasión del Señor. Es la fe, no los sentidos. Es preciso aprender a creer como la Magdalena junto al sepulcro de Jesús; Pedro y Juan consternados ante los lienzos que envolvieron el cuerpo muerto del Señor, entonces misteriosamente ausente; Tomás, obligado a curar su incredulidad palpando las llagas frescas e introduciendo su mano temblorosa en el costado abierto por la lanza. Son ellos los testigos que ilustran la palabra autorizada de la Iglesia. ¿Qué haremos a partir de este momento? No nos queda más que responder con nuestro amor confiado desde la fe. Ya no importa que nuestros ojos no lo vean y nuestras manos no lo toquen. Él está. El velo eucarístico cubre y manifiesta su Misterio de muerte humillante y de Resurrección. Basta creer y desde la fe responder a su amor con la pobreza de nuestro amor. Basta resolver esa respuesta en un comportamiento absolutamente fiel a su voluntad.


Domingo, 12 de abril de 2009

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